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Retrato del
nadaísta cachorro

Por: Jotamario Arbeláez
25. Los santos
inocentes
El
cura de la parroquia de San Nicolás quiso para esas navidades de
1948
montar un auto sacramental con referencia a la matanza de los
inocentes y nos mandó a llamar a los de la barra del pasaje
Sardi.
Acudimos muy guapetones Víctor Mario Martínez, alias “Palillo”,
Luis Alfonso Ramírez, a quien mi papá llamaba Vitatutas por su
parecido con el portero lituano, “el negro” Édgar Mañosca que
era un monstruo con los timbales,
Ramiro Montoya a quien apodábamos “Peladilla” y era el sacristán
de la iglesia, mi primo Fabio Ramos, “Cachucha”, Humberto
Pérsico “El brujo”, el burro de Dimitri y quien esto escribe,
más conocido como “El loco”, por ese entonces.
Todos teníamos entre siete y ocho años y habíamos vivido la
insurrección del 9 de Abril, cuando en Bogotá los godos mataron
a Gaitán.
Quería el padre Lamberto que, inspirados en nuestras clases de
Historia Sagrada, representásemos el episodio de la Natividad
desde el nacimiento hasta la huida a Egipto
y la infame pasada por las armas de los menores de 3 años.
La violencia arreciaba en todo el país.
La velada tendría lugar en el Salón San Nicolás, por el costado
de la carrera quinta, enfrente del pasaje y vecino de la casa de
Polonia,
la primera mujer de 3 en conducta que me abriera los ojos a la
tentación.
Tenía quince pero
revelaba diez y ocho, se había pintado el pelo de rojo como la
boca que parecía presta al beso, lucía tal cuerpazo que era
imposible que aún fuera virgen, me soñaba con ella todas las
noche jugando tute.
Pérsico, que era algo fetichista, se pidió representar a la
Virgen, a mí me correspondió San José porque así me llamaba
entonces, Víctor Mario representaría al rey Herodes,
Ramiro, Julio y Mañosca serían Melchor, Gaspar y Baltasar, los
del oro, el incienso y la mirra,
Luis Alfonso –que era el más bajito y cachetoncito–- encarnaría
al Niño Dios.
Dimitri, con una espada, haría el papel de verdugo.
Con fervor estudiamos el libro santo, en la edición protestante
de Cipriano de Valera que nos prestó mi padrino Jorge Giraldo, “Picuenigua”,
en
ese tiempo el héroe de la resistencia liberal a la violencia
chulavita.
Por ello, los pájaros del Café Bola Roja lo buscaban para
hacerle tragar su desafiante corbata roja.
Herodes montó en cólera con el engaño de
sus colegas,
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que después de la adoración y la entrega del
incienso, el oro y la mirra regresaron a sus países por otro camino,
sin darle aviso de dónde se hallaba el niño mesías para ir él también a adorarle
con sus esbirros.
Fue cuando ordenó la degollina de todos los infantes hebreos, para tener la
seguridad de exterminar a quien posiblemente le arrebataría su corona,
como si su reino fuera a ser de este mundo.
El único que se salvó fue el divino párvulo, huyendo a Egipto a lomo de mula.
Descubrimos que se trataba de una segunda matanza de inocentes en la Biblia,
por cuanto la primera había tenido lugar en el reinado de Ramsés II,
precisamente en Egipto,
cuando por un oráculo se dio cuenta de que habría nacido el libertador de los
esclavos hebreos,
y mandó sacrificar a todas sus criaturas, salvándose precisamente de entre las
aguas el causante de la fatídica orden.
Tomamos tan a pecho el asunto que encontramos una inconsistencia entre las
fechas de la iglesia y la Biblia.
Si los reyes magos llegaron el 6 de enero, la sagrada familia habría permanecido
en la pesebrera –en las antihigiénicas condiciones
que conocemos–
y el 28 de diciembre habrían sido sorprendidos por los guardias de Herodes que
habrían degollado al mesías.
Dimitri paraba oreja. ¿Sería por eso que el padre Lamberto no quería que
ahondáramos en el tema?
Preferimos tragar entero. No creíamos que fuera nuestro destino modificar la
historia ni dar un mentís a la iglesia.
En el Café Bola Roja hubo una asamblea en la que participaron Pájaro Azul,
Pájaro Verde y Lamparilla, los más temibles faraones del crimen de la comarca.
Allí se decretó la ejecución de Picuenigua. Se le capturaría, se le embalaría en
un costal y sería arrojado desde el puente del río Cauca. Y si se resistía sería
masacrado.
El tío Emilio, que tomaba tinto en el café después de mercar, vino a casa con la
noticia de la terrible sentencia.
Nosotros entretanto ensayábamos sobre la mesa de sastrería de mi padre el
montaje del auto sacramental,
–menos el güevón de Dimitri, que en lugar de
prestar atención al guion se perdía en el patio a fumar su maracachafa y me
tocaba a mí ir a buscarlo.
Lo hacíamos contrariando las recomendaciones de improvisar del padre Lamberto.
Papá, con su lógica de tijera, nos había
convencido de que para improvisar bien había que ensayar. Y a mí ya me picaba el
teatro.
Misiá Sixta, esposa del también resistente
liberal Luis Rosales Irama, médico homeopático, nos mandó a coser el vestuario.
El 28 de diciembre, jueves, era la representación a las 7 en punto.
Mientras el padre Lamberto revisaba las galas,
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acolitados por Ramiro convertimos la sacristía en camerino y nos embutimos una
botella de vino de consagrar. Me tocó ir a buscar a Dimitri al parque.
Todo Cali acudió de lo más titino, de uniforme dominguero los estudiantes, las
señoras de traje largo, los señores encorbatados. Y así entró, seguido por toda
mi familia, Picuenigua con su insolente corbata roja y se acomodó en la platea.
Después entró Polonia, con su boca rojísima. A cambio de un beso suyo delante de
mis amigos le había dedicado el éxito de mi secreta dirección de la obra.
La entrada costaba un peso, que se invertiría en los relojes para las torres de
la iglesia que años después destruiría la explosión.
Luego de la homilía introductoria del párroco, las niñas del colegio Santa Rita,
donde estudiaba Vitatutas
–con profusión de humos, reflectores y luces de papelillo–
interpretaron la Danza ritual del fuego. Desde bambalinas observamos que el
público deliraba.
Nos tocó el turno a nosotros. No podía yo con las barbas postizas, acompañando a
Pérsico con su barrigota.
Parió el hombre en mitad de las secas y humildes pajas. Cantaron ángeles y
pastores en off. Llegaron los magos de Oriente después de pasar por el palacio
de Víctor Mario.
Luis Alfonso, envuelto en pañales, con sus divinos berridos, acaparó los
aplausos del público.
Esperábamos la entrada de Dimitri, como emisario de Herodes con sus regalos.
Pero en ese momento se escuchó un estrépito detrás de la cortina de ingreso a la
sala.
Entraron varios hombres malencarados haciendo disparos al aire y se dirigieron
en busca de mi padrino.
El padre Lamberto pedía por el micrófono que todos se arrojaran al suelo e
imploraran la protección divina.
No cabía un chillido en el ámbito de Judea.
Lamparilla abrió fuego y la primera bala se incrustó en la cabeza de la pérsica
Virgen santísima, quien en su agonía arrojó al Niño al foso de los músicos donde
se rompió la cabeza.
Pájaro Azul, de sendos impactos al corazón ultimó a Ramiro Melchor, a Fabio
Gaspar y a Mañosca Baltazar.
Mientras el publico corría en desbandada en busca de la salida y los ‘pájaros’
apuntaban sus revólveres a “Picuenigua”, me le tiré encima para protegerlo de
los disparos.
Sentí que me propinaban un cachazo en el cráneo al tiempo que la monumental
Polonia se me arrojaba encima para cubrirme.
Cuando desperté, me dijeron que me había desmayado en el momento en que entró
Dimitri y con una espada de plástico despescuezó al Niño que ya tenía el cráneo
rajado.
“Picuenigua” era el que más gozaba con mi desmayo, del que sólo me vino a
despertar el beso polaco.
Los ‘pájaros’ nunca llegaron.
La convicción que subsistió siempre en mis compañeros fue la de que Dimitri me
había dado a fumar en el parque de su perniciosa
maracachafa.
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